viernes, 6 de marzo de 2009

Aquileo, el de los pies veloces

¡Oh Patroclo! Ya que yo he de bajar después que tú a la tumba, no quiero enterrarte sin haberte traído las armas y la cabeza del matador de hombres, Héctor.

Una vez frente a frente los 2 heroes, Aquileo dijo: ¡Héctor, a quien no puedo olvidar! No me hables de convenios. Como no es posible que haya fieles alianzas entre los leones y los hombres.

El divino Aquileo clavole la pica a Héctor, que ya le atacaba, y la punta, atravesando el delicado cuello, asomó por la nuca. Y el magnanimo Héctor cayó en el polvo, y el divino Aquileo se jactó del triunfo, diciendo:
—¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste salvado y no me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo como vengador, mucho más fuerte que él, en las cóncavas naves, y te he quebrado las rodillas. A ti los perros y las aves te despedazarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras fúnebres.

Contestó, ya moribundo, Héctor, el del casco palpitante:
Porque tienes en el pecho un corazón de hierro. Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de los dioses, el día en que Paris y Febo Apolo te harán perecer, no obstante tu valor, en las puertas Esceas.

Le contestó Aquileo, el de los pies ligeros:
—¡Muere! Y yo perderé la vida cuando Zeus y los demás dioses inmortales dispongan que se cumpla mi destino.

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